VERSIONES DE VIDA, HISTORIA Y MEMORIA
Me van a permitir el vuelo de este viejo pájaro poético. El poema es de Luis Eduardo Aute, pertenece a mi educación teórica y sentimental (es de 1976) y se titula “Un sarcófago lleno de muñones”. Dice así: "Un sarcófago lleno de muñones/levita, sudando sangre,/por los rincones del bidet./No hay agua caliente, y en la bañera/no caben más gilletes./Jayne Mansfield sonríe así de grande/y Marat/resiste ante el tubo irrigador./No era previsible a estas alturas de la noche,/cuando el pájaro embalsamado de la noche/desciende como un sudario cultural.../Me duele la cabeza a guerra civil/y no me alivian ese par de aspirinas Bayer/que me ofreces con tan buena voluntad”.
Así es. Cuando hace un par de noches, mi hija mayor comentó su intención de acudir al estreno (próximo estreno: el director Martínez Lázaro aún trabaja en el proyecto y está previsto que finalice el rodaje a finales de este año) de Las 13 rosas, hubo, entre los presentes, quien no tardó en demostrar primero sorpresa (los adolescentes, precisamente, no se prodigan en estas materias) y más tarde cierto orgullo, mientras una mirada inquisidora juzgaba fuera de lugar mi completa indiferencia ante el asunto. ¿La aventura desdichada de 13 jóvenes, fusiladas en el Madrid de la posguerra, como cruel venganza del Régimen franquista ante el asesinato de un comandante de la Guardia Civil y su hija? ¿Las aventuras juveniles de Harry Potter o de Eminem, llegado el caso, en los suburbios imposibles de Detroit? ¿Las siete vírgenes de Juan José Ballesta? ¿La Guerra, interminable, de las Galaxias?
Mi más completo respeto y admiración –le dije, o al menos hice intención de decirle- para aquellos empeñados en trabajar en un espacio para la Recuperación de la Memoria Histórica. Son testimonios –pensé luego- del espíritu humano: demasiadas páginas de niebla y de asco a sus espaldas, demasiados crímenes impunes, como la mayoría de los crímenes. Se puede y se debe respetar –pensé-, nunca ridiculizaría esto; pero de ahí a mostrar entusiasmo…
Tragedia griega en tierras de España con delator incluido y chicas delatadas. Ellas, cuentan las crónicas, escribieron cartas a la familia, se arreglaron, se peinaron, y esperaron la muerte. “Que mi nombre no se borre en la historia”, escribió una de ellas. El sonido de las balas aún planea sobre un cielo madrileño de deudas y deudos, un cielo donde se dan cita, a contratiempo, versiones de historia y de memoria. Y, ¡ojo!, mucho cuidado, que nadie se lleve a engaño: yo también, como la mayoría de los españoles, tengo las mías; no tan dolorosas como otras, estoy seguro, pero las mías a fin de cuentas. Miembros de la familia repartidos en escenarios alternativos, intercambiables, desde la primera capital del Régimen franquista a las distintas capitales republicanas: Madrid, Salamanca, Valencia… Leyendas de jóvenes guerreros que volvieron de la sierra madrileña, asustados, con el miedo y la respiración transformados en elementos orgánicos. Mujeres nuevas, desaparecidas de las fotografías, de la mano de miembros de las Brigadas Internacionales. Niños jugando en el exilio de los naranjos (sí, ese niño, por ejemplo, que es mi padre) o esperando el barco de los niños que les transporte a Rusia o a México, lejos de España, etcétera… En fin, que yo soy la herencia, también, de toda esta historia. La Historia, la vieja Historia. Y bregando con la Historia, rozando su piel de animal caliente, uno llega a la conclusión de que hay límites que sí conviene traspasar, por el bien de todo y de todos. Porque, ¿qué es la Historia sino esa herida que sólo se cierra traspasando un límite? Que se lo pregunten, aquellos que buscan respuestas, a Sahar Zabel, que aún llama desconsolado con su teléfono móvil bajo el peso de las bombas y los escombros de la ciudad de Ghaziye. O que se lo pregunten a David Grossman, que estará llorando ahora la muerte de su hijo Uri, de apenas veinte años, aplastado entre las paredes asesinas de un carro de combate. ¿La Historia, dicen, la vieja Historia? La pregunta obsesiva, inquietante, de Günter Grass: “¿Cómo pude correr detrás de esa ideología tan inocentemente?”
A pesar de que el propio Hegel ya avisaba de que se trata de material inflamable, sujeto siempre a interpretaciones, de imparcialidad imposible y sólo manejable desde los supuestos de la razón (¿la razón?), algunos se empeñan en seguir jugando a un juego a todas luces insoportable, con los riesgos y sinsabores que ello conlleva. ¿Es que soportan sin más la mirada de las fotografías que muestran sin pudor el paso angustioso del tiempo? Además, el caso siempre te descubre agarrado, firmemente, a los restos de una bandera. “Esas grandiosas representaciones –escribió Rafael Sánchez Ferlosio a propósito de la obra de Susan Sontag- que son la Civilización, la Cultura de Occidente y en especial la inextinguible pitonisa hegeliana que es la Historia Universal son los fantasmas que, en diferente proporción, componen la alegoría escatológica pintada en cada bandera”. Hay que ser, pues, muy cuidadoso con aquello que acaba manchando nuestras manos. Aunque, supuestamente, se haga en nombre de aquello que reclama ahora nuestra memoria.
¿Un solo método, además, para aplicar el ejercicio de la memoria? No, me temo que tampoco. Lo recordaba recientemente Soledad Gallego-Díaz (y lo citaba, poco después, Juan Goytisolo) dando vueltas infinitas, interminables, a las ruinas del laberinto de Oriente Próximo. ¿El método de Elie Wiesel, fundado en una preservación de la memoria como capital precioso e incluso personalmente rentable? ¿O el de Walter Benjamín, entendido como fuente de experiencia válida para el presente y el futuro? Pueden, si quieren, seguir jugando a ello; pero (mucho me temo) la Historia no se detiene y avanza siempre en línea recta contra nosotros. El espíritu del hotel Rey David es el espíritu de todas las historias, de todas las versiones de vida, historia y memoria. En la cara A del single, Menahem Beguin es un peligroso terrorista; en la cara B, ya es el premio Nobel de la Paz: es un héroe. Historias para niños siempre escritas por esa Administración vencedora que sólo desea la sumisión de los administrados. Apenas viento que se pierde en otros vientos, tierra sagrada y territorio de los muertos. ¿Enseñar, después de esto, Historia a nuestros hijos? ¿Qué Historia? ¿Una historia pragmática que incluya nombres absurdos de reyes, fechas, batallas? ¿Una historia de la existencia?

Nunca leyó Marina Jinesta, hermosa y fotogénica miliciana republicana, nada que le avisara de los peligros fundados de la Historia ¿Se imaginan ustedes a Marina con un libro de Emil Cioran entre las manos? ¿Dónde hubiera abandonado el inútil fusil de asalto? “La historia –escribió Cioran- no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión, el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si rehúsan”.
Traspasar los límites, decía más arriba. El episodio lo recoge László Földényi en las páginas de Dostoievski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar. Sigo aquí la crónica de Monika Zgustova en su crítica al citado libro. Dostoievski, decíamos. Condenado a trabajos forzados en Siberia, e instalado ya como soldado raso en Semipalatinsk, el escritor ruso lee a Hegel mientras miles y miles de personas, desterradas, van llegando al paraíso siberiano. Un buen día, Dostoievski se topa con el siguiente párrafo escrito por el filósofo alemán: “Siberia se halla fuera del ámbito de nuestro estudio. Las características del país no le permiten ser un escenario para la cultura histórica ni crear una forma propia en la historia universal”. Resumiendo: que Hegel ha expulsado a Siberia (y por tanto a Dostoievski) del ámbito de la Historia. Dostoievski, ahora, ha traspasado el límite. Europa –concluye Zgustova- lo expulsa fuera de la historia, esa Europa por cuyas ideas ha sido condenado a trabajos forzados en Siberia. Pero quédense con esta idea nada desdeñable de Földényi: justo cuando Dostoievski se entera de que ha sido apartado de la historia por la cual ha soportado todo tipo de persecuciones, nace en él la convicción de que la vida posee ciertas dimensiones que no tienen cabida en la historia y en su racionalidad, y llega a la conclusión de que la historia manifiesta su esencia a quienes antes ha excluido. Es decir: lo que en un principio se muestra como terrible tránsito por el infierno y los horrores del exilio siberiano, acaba por transformarse en una experiencia de salvación personal imposible sin la experiencia de dicho tránsito. Dostoievski, en esto, es concluyente. Exclama: ¡Ojala lo llevaran a usted a los trabajos forzados!, mientras Földényi se desliza hacia el final de la narración recordándonos cómo los grandes crímenes del siglo XX fueron cometidos en nombre de la ideología de la salvación, invocando el bienestar de la mayoría, para evitar a la mayoría cualquier atisbo de sufrimiento.
Y termino. A los celebres versos de Jaime Gil de Biedma (aquellos que nos informan de que la historia de España es la más triste de todas las historias, porque termina mal) les ocurre, salvando las distancias, lo mismo que a la famosa sentencia de Ludwig Wittgenstein “sobre aquello de lo que no podemos hablar, mejor es guardar silencio”: se citan muy a menudo, pero omitiendo, casi siempre, la completa totalidad del contenido, como si alguna de las partes de lo escrito debiera quedar misteriosamente velada. Pero Gil de Biedma, a pesar de esta omisión, lo dice también muy claro: “pido que España expulse a esos demonios”, demonios –añado yo- de la mística (falsa mística) y de la metafísica, demonios, a fin de cuentas, de vida, historia y memoria. Porque sólo así, alejados de los demonios que pueblan sus sueños, podrán los hombres y mujeres de esta tierra habitar en sus poemas.
0 comentarios